Editorial |
La tormenta esperable
Por Gerardo Codina Buenos Aires, 15 de abril de 2013. Las desgracias no son buenas. Menos para quienes las padecieron. Pero son peores si no dejan enseñanzas. La tormenta del 2 de abril dañó a mucha gente en la ciudad. A algunos, de manera irremediable. Ocho muertos por una lluvia que afectó severamente el diez por ciento de la ciudad. La enorme solidaridad popular que posteriormente abrazó a las víctimas no puede restañar todas las heridas sufridas. Pero alivió el presente y nos reconcilió con lo mejor de nosotros mismos.
Frente a los imprevistos, que nunca avisan, se imponen la resignación o la planificación. Como otras veces, esta circunstancia encontró al gobierno porteño mal parado. Con muchos de sus principales responsables fuera del país, descansando. Y sin planes de emergencia.
Las primeras horas trascurrieron como si los gobernantes estuvieran viendo la peli por TV, esperando que llegue el escuadrón de emergencias a resolver el asunto, cuando era su tarea. Azuzada por la presión de la oposición, María Eugenia Vidal se puso al hombro el gobierno cuando ya avanzaba la mañana, mientras le pedía a su jefe que regresara lo antes posible. El primer argumento fue previsible: ningún sistema hidráulico puede estar preparado para esta contingencia, dijo Vidal.
Lo expresado por la funcionaria podría ser cierto, si se tratara de la primera vez. Pero no es el caso. En los últimos años venimos atravesando situaciones similares de manera recurrente. Para no ir muy lejos, el 4 de abril del año pasado la zona sur fue arrasada por un tornado, el primero que se recuerde, que atravesó la ciudad de este a oeste, causando numerosas víctimas y graves daños materiales. Además, la misma zona afectada ahora por las inundaciones las había padecido en diciembre, aunque menos intensas.
Estos problemas ya forman parte de nuestro paisaje. Sin embargo su naturalización no puede ser excusa para la inacción, como torpemente propone el ministro Santilli. Pasados los peores momentos de la emergencia, aliviados los males inmediatos, se impone reflexionar entonces qué podemos mejorar para evitar que se repitan las consecuencias más duras de eventos climáticos como el sufrido.
Nunca desoír a la naturaleza fue buen consejo. Ahora que está cambiando, es preciso prestarle mucha atención. Más allá de cualquier debate, los cambios en el clima se asocian con la creciente actividad humana sobre el planeta. Adaptarse a esas circunstancias también requiere modificar aquellas de nuestras conductas que se nos vuelven en contra. Por caso, hay que replantear dónde y qué se construye, atendiendo al hecho de que la ciudad necesita también de áreas de absorción de los excesos de lluvias.
Remover adoquinados, quitar arbolados, achicar parques y plazas, pavimentar aceras, cubrir de cemento áreas verdes, son otras tantas cosas con efectos negativos en estos casos. Así, por ese camino, seguramente no hay sistema hidráulico que resista. Porque no alcanza sólo con pensar en los desagües, sino también en evitar las acumulaciones artificiales. Del mismo modo que resulta de sentido común liberar las zonas bajas, los valles pluviales, bañados y lagunas sobre las que se construyó parte de la ciudad, guiada por el interés especulativo. La naturaleza siempre retorna por sus fueros y no hay ingeniería humana que pueda todo el tiempo contra esa fuerza.
Planear de manera más sensata el uso del suelo urbano, atendiendo el derecho de todos a gozar de la ciudad, pero anticipando los riesgos que afrontamos, seguramente es una acción posible de prevención de las emergencias.
La otra es tener establecidos los mecanismos de acción frente a los hechos consumados. Poco y nada funciona adecuadamente en momentos de crisis, en una ciudad que ya afrontó varias. Las víctimas deben esperar horas hasta que la lenta y burocrática máquina del estado se ponga en marcha. Y los funcionarios parecen cortados por la misma tijera. Preguntan más de tres veces si tienen que hacerse presentes. Quizás sea porque no saben cuáles son sus misiones en esas circunstancias. Establecerlo de antemano y asegurarse de que lo tengan bien aprendido, es un buen ejercicio de preparación frente a los imprevistos.
Si los infortunios fueran inesperados, nadie contrataría seguros. Precisamente existen porque a lo largo de su historia, la humanidad aprendió que además de confiarse en la protección de sus dioses, podía resguardarse en sus obras de anticipación. Es lo que nos falta a los porteños.
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