Editorial | Una ciudad que no gobernamos

La democracia que retrocede

Cuando se redactó hace veinte años, la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires consagraba formalmente un profundo deseo de la mayoría de los porteños: poder administrar por sí mismos su ciudad. Era un anhelo que maduró a lo largo de más de un siglo, exactamente desde que fue separada de la provincia de Buenos Aires y federalizada en 1880, para ser sede de las autoridades nacionales. Buenos Aires, 11 de agosto de 2016. En aquel siglo, la voluntad de las provincias de quitarle su autonomía había sido resistida por casi treinta años. Los porteños rechazaban la idea de tener un administrador dispuesto por el Presidente de la República y, más importante, se negaban a federalizar el puerto y la Aduana que alimentaba los presupuestos del país y aseguraba la primacía de la ciudad sobre las provincias.

A fines del siglo XX ya no estaba en debate esa preeminencia, pues había sido asegurada por toda la disposición del sistema económico y de transporte, pero persistía el anhelo popular de ser arte y parte en la gestión cotidiana de los asuntos locales. La Constitución de la Ciudad autónoma consagró esa aspiración y multiplicó los espacios institucionales en los que pudiera expresarse. Fue la primera ley fundamental argentina elaborada en base al principio de la democracia participativa.

Además de establecer las instancias representativas habituales, como es el caso de la elección de las autoridades políticas, instituyó las audiencias públicas para debatir temas de interés general de la ciudad o zonal, obligatorias si la iniciativa cuenta con la firma del medio por ciento del electorado de la ciudad o zona en cuestión y también “antes del tratamiento legislativo de proyectos de normas de edificación, planeamiento urbano, emplazamientos industriales o comerciales, o ante modificaciones de uso o dominio de bienes públicos.”

Del mismo modo, reconoció el derecho de iniciativa legislativa del electorado y la posibilidad de la revocatoria de mandato y el referendum obligatorio y vinculante en ciertos casos. Más allá de esto, también decidió que así debía debatirse la asignación de recursos. En el artículo 52 dice “Se establece el carácter participativo del presupuesto”. Pero tamaña audacia no se consumó nunca. Como la forma operativa de este principio la propia Constitución se la endosó a una ley que debía “fijar los procedimientos de consulta sobre las prioridades de asignación de recursos” y esa ley no se sancionó, el artículo quedó incumplido.

El gran espacio participativo previsto por la Constitución fue la conformación de los Consejos Consultivos Comunales en el ámbito de cada Comuna. Instancias deliberativas integradas por todos los ciudadanos que libremente quisieran hacerlo, funcionan como ámbitos que debieran determinar las prioridades de acción gubernamental en los barrios.

Pero la participación adquiere sentido y cobra relevancia cuando resulta en la posibilidad cierta de incidir en las determinaciones. Si no, se la vacía de contenido. Como ya sucede con las audiencias públicas convocadas por las actuales autoridades para debatir aumentos de tarifas como los peajes o las del subte. O como resultó cuando se hizo la correspondiente hace más de tres años para debatir los nuevos contratos de recolección de la basura. Un Ejecutivo que no atiende a ninguna de las objeciones que recibe su accionar y se limita a tramitar la participación vecinal como otro engorro más que hay que sortear lo antes posible, marca el desinterés por estas instancias y su apuesta por el mundo de la conexión virtual.

Precisamente ese fue el derrotero del Presupuesto Participativo porteño. De a poco fue dejado de lado y ahora se lo reemplazó por consultas en las redes sociales en las que la participación vecinal se limita a poner o no un “me gusta” en iniciativas del Ejecutivo.

Si para el sistema político local la democracia participativa era un desafío inédito, para la derecha argentina es un estorbo que hay que apartar del camino.



Lic. Gerardo Codina

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